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08·02·2020
La Muela
El Hidalgo
Hace mucho tiempo, en los albores de una nueva década, vagaba por nuestras tierras a lomos de su negruzco corcel un hidalgo de nombre Fernán Turia, oriundo de las tierras costeras que rezuman aroma de azahar y el mar besa sus arenosas playas.
Cierto día, tras un gélido y desapacible
amanecer, oteando el horizonte divisó una hueste de gente de armas presta a
entablar una correría. Negro, rojo y blanco eran los colores del estandarte y
sobre estos las barras rojas y doradas de la bandera del Reino de Aragón. Fatigado y hastiado de
cabalgar en solitario, como los caballeros andantes de antaño, resolvió unirse
a ellos.
Era una hermandad variopinta y dispar forjada por personajes peculiares como los impetuosos batalladores que alardeando valentía jamás rehuían de contienda alguna ni de cima que conquistar, o los fieles paladines siempre alerta y ojo avizor amparando y colmando de atenciones al resto de la tropa.
Y como no, los trovadores y juglares que pluma en mano redactaban sobre pergamino las andanzas, aventuras, gestas y lugares recorridos para a posteriori remitirlas a todos los rincones del feudo al igual que los virtuosos del pincel, los cuales con vivos colores plasmaban estampas paisajísticas y retratos de los esforzados e incansables caballeros en el fragor de la batida.
Tampoco faltaban los ingeniosos comediantes y faranduleros que chistosos, bromistas y burlescos alzaban el ánimo e impregnaban de alegría, gozo y júbilo al resto de la expedición. Pero no todos eran varones pues asiduamente en las razias cabalgaban a la par de ellos, y sin temor alguno al destino incierto, combativas amazonas con el carácter luchador e indomable de las legendarias escuderas vikingas.
Curioso era contemplar como los exploradores, siempre galopando en avanzadilla y cuya misión encomendada era la de guiar al resto, rara vez se orientaban por las sendas y caminos marcados sino más bien por su propia intuición, instinto y perspicacia o incluso confiando en el azar y la clarividencia aunque bien es cierto que de una guisa u otra siempre arribaban al destino.
Lo
innegociable y de obligado cumplimiento para todos, pues el honor y la honra
les iba en ello, era acatar lealmente la orden de replegar filas en
torno a la retaguardia desde donde los auténticos y genuinos líderes marcaban
el tempo de la marcha.
En la postrimería de cada jornada, acomodados en torno a la mesa de la taberna y jarra en mano, gozaban de la grata y amena tertulia para después y con la satisfacción del reto cumplido disgregarse y retornar a sus respectivos hogares donde hallar el meritorio y digno descanso.
Y así fue como nuestro hidalgo recorrió valles, montañas, barrancos, sendas, caminos, bosques, páramos, pueblos, aldeas, monumentos, etc...ya junto a esta singular cuadrilla de intrépidos y nobles jinetes.
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