miércoles, 13 de octubre de 2021

 

09·10·2021

33. La Salada y el espíritu de Manitú

“Todo en la Tierra tiene un sentido,
cada hierba cura una enfermedad 
y cada persona tiene una misión.”

(Proverbio nativo americano)

 Una vez más los hermanos Dalton volvieron a fugarse del penal de Arkansas. De la misma penitenciaría de la que escapaban cuantas veces volvían a ingresar allí tras ser capturados y detenidos por Lucky Luke y su fiel Rantanplán. Pero en esta ocasión sí tenían una razón de peso para huir pues un preso muy anciano, en su último halo de vida, compartió con ellos un secreto que no quería llevarse a la tumba. Les habló de un inaudito lago de plata en tierra de nadie con tal cantidad de ese metal que los convertiría en los hombres más adinerados de todo el Estado de la Unión y de esta manera podrían dejar esa vida de fechorías que tan solo les reportaba calderilla y pesares. Y la plata estaba allí, esperándolos.

Así se lo hicieron saber a otras bandas legendarias para después citarse con todos ellos en el Campo de tiro frente al cementerio y emprender camino. Llegado el día un trío de los Dalton cabalgaba por Vía Hispanidad cuando al volverse observaron como les pisaba los talones un tenebroso personaje con una macabra máscara que simulaba una calavera humana. Aun así había algo en él que les resultaba familiar y al llegar a su altura comprobaron con alivio que era otro de los hermanos, Michael, el más grandullón y guasón de todos ataviado con ese antifaz que tanto temor causaba en bancos y ferrocarriles del territorio. 

Una de cal y otra de arena. En un arranque de civismo y responsabilidad Michael convenció a sus consanguíneos para ascender hasta el punto de quedada por la senda de la vertiente derecha, como debe ser, pero para poco después, contradiciendo sus propios  principios y ante la sorpresa de todos, cruzar la calle con la bandera roja que los obligaba a detenerse. Y como su repertorio de excusas era inagotable alegó que por el origen aragonés de sus ancestros él se consideraba un Dalton-ico. Para mear y no echar gota.

Llegaron al Campo de tiro donde ya les esperaban los afamados Jesse James, Clay Allison, John Wesley Hardin, Samuel Bass, James Billy Hitchcock alias Bill el Salvaje y otros tantos más que a la fin sumaban la nada desdeñable cifra de quince forajidos de leyenda. Faltaba otro Dalton, Henry,  al que no tardaron en ver llegar escoltado por un carruaje funerario, motivo por el cual fue diana fácil de comentarios burlescos salpicados de sarcasmo para unos y para otros más supersticiosos objeto de cruce de dedos y santiguamientos beatos.

Tras los pertinentes y obligados saludos, porque malhechores eran pero no por ello carecían de educación, iniciaron la marcha en modo caravana hacia ese sueño plateado concebido con la esperanza de que se tornara realidad. No era un camino confortable pues al agravante del desnivel se le unía el aspecto resquebrajado del terreno a consecuencia de la devastadora agua torrencial que no siempre es lo beneficiosa que cabe esperar de ella. 

Galoparon hasta la Balsa a un trote más que ligero, desde ahí al pronunciado descenso de la cuesta del Royo para enlazar con el camino de la Estepa hasta toparse con los dos muros de cierto renombre que cada cual tenía que acometer y superar como buenamente le fuera posible. Más de uno se percató entonces que durante la apresurada huída de la prisión no se había liberado de todas las cadenas, grilletes, cepos y argollas y por ello sintieron en sus carnes como esto les restaba movilidad.

Esa, y solo esa, fue la causa y justificación de no poder coronar dichas cimas montado sobre su corcel, debiendo escalarlas pie a tierra con resignación y dignidad. Pero como dijo Napoleón: “La victoria no está en ganar siempre, sino en no rendirse nunca”. Y los granujas de esta partida de truhanes eran de los que no claudicaban jamás, a caballo, andando o arrastrándose si era menester.

Dejando Torrecilla de Valmadrid a la derecha y poniendo rumbo al camino de Mediana de Aragón ya no debían tener más obstáculos hasta el destino salvo las continuas subidas y bajadas, más subidas que bajadas, de esos páramos esteparios y desérticos tan similares a ciertos parajes de Nuevo México, Kansas y Oklahoma por donde en otros tiempos habían dejado su temible huella y un rastro de sangre y violencia.

Y por fin, cubiertos de polvo, hambrientos y con las posaderas pidiendo a gritos un respiro, llegaron a la ubicación señalizada en el viejo y deteriorado mapa que les había entregado el anciano reo. Y no les engañó, al menos eso parecía. Ante sus atónitos ojos se presentaba la vista que los dejó boquiabiertos. Frente a ellos tenían un impresionante, singular y llamativo lago en tonalidades grisáceas y blanquecinas que no dejaba lugar a duda de que se trataba de la plata prometida.

Con las pulsaciones a mil corrieron raudos y veloces a tocar con sus propias manos el codiciado metal que tenía que acabar con la miserable vida que habían llevado hasta la fecha. Pero muy a su pesar se formó un círculo de emociones confrontadas. Del júbilo inicial se pasó a la sorpresa pues en contra de llenarse las manos con el metal tan ansiado éstas quedaron impregnadas de agua embarrada con un compendio de sulfatos y sales. De la sorpresa a la irritación, enojo y cabreo por el desconcertante e inesperado hallazgo. De la irritación a la resignación pues poco se podía hacer ante la frustrante e incluso cómica realidad. Y de la resignación de nuevo al júbilo tras una serie de burlas, mofas, guasas, chuflas bromas y cachondeo.

Cerca de la orilla se dieron de bruces con un Tótem, uno de esos troncos esculpidos y sagrados que según las tribus indias contenían el alma de sus dioses y eran venerados como amuletos de protección. Descifraron el mensaje grabado con símbolos y figuras para comprender que estaba allí como ofrenda a sus ancestros para rogarles que la plata se convirtiera en sal y de esta forma ahuyentar a los colonos y aventureros que intentaran invadir y apropiarse de su tierra. Por nada querían que sucediera como en el gran y rico filón Comstock sobre cuya veta se fundó Virginia City para ser explotada durante más de dos décadas. Y de hecho la plegaria parece que dio resultado. Por mano divina, de la naturaleza o simple casualidad pero ahí está La Salada plateada... ... pero sin plata.   

Para aliviar la desazón y elevar la moral de la caravana llevaron a cabo un tradicional baile de la época, el cancán con matices country tik tok, muy típico de los saloons más populares y selectos  como los de Tombstone, Deadwood, Dodge City o Abilene. Cierto es que en estos antros las protagonistas eran atractivas bailarinas de movimientos picarones, descarados y armoniosos con vestidos de llamativos colores. Muy al contrario a los desaliñados bandoleros que, con un intachable tesón pero con el sentido del ritmo y del compás perdido al nacer y sin ensayos previos, trataban de emularlas.

Sonó una voz de alarma pues hacia ellos se aproximaba una nube de polvo de forma apresurada y amenazante y ante la posibilidad de que se tratara de Wyatt Earp, los Rangers de Texas, hombres de la Agencia Pinkerton, cowboys  y voluntarios reclutados por el Sheriff o el Marshall de los poblados cercanos montaron sobre sus caballos, apretaron estribos, clavaron espuelas y los fustigaron para aceleradamente poner pies en polvorosa y evitar ser prendidos de nuevo. 

El camino de vuelta les favorecía pues hasta el Burgo de Ebro era todo en descenso, pero con esas cuesta-abajo que de cuando en cuando dejan de mirar al suelo para hacerlo hacia el cielo. A partir de ahí, y con el reagrupamiento junto al canal, el temor a ser alcanzados fue tal que la desbocada velocidad que volvieron a adquirir desmembró el grupo, distanciándose por delante el explorador Apache Mamolar (“quien hace llorar a las rocas” en la lengua nativa de los indios), el cazador y trampero Daniele Boone siempre oculto y aguardando el momento idóneo para atacar a su presa, el noble Armand de Puendeluna que abandonó sus propiedades por un misterioso y oculto affaire para lanzarse a la aventura en el salvaje oeste y el Fusilero de caballería ligera Gocha quien tuvo que cruzar el océano huyendo de las tropas napoleónicas que habían ocupado su país.

Despistada ya la cuadrilla que les pisaba los talones volvieron a reunirse para dirigirse al saloon que regentaba el sonrisas venido del lejano Oriente y refrescar el gaznate con unas frías cervezas. El whisky lo dejaban para los pistoleros más rudos, feroces y agresivos. Tantas horas cabalgando frenéticamente le pasó factura a Daniel Spielberg, a quien una rozadura en el frontón donde rebotan las pelotas le llevó a mal traer con lastimosa y desgarradora amargura. Según él la causa fue el descomunal tamaño de sus depósitos de testosterona pero ya se sabe que “dime de qué presumes y te diré de qué careces”. 

Joaquín H. Boney, alias Billy El Niño, tuvo a bien convidar a todos a unas suculentas y apetitosas patatas para celebrar su cumpleaños. Aunque las canas no engañan y el apodo de Niño le queda ya un poco desfasado y obsoleto reconoció no tener de momento el más mínimo interés en colgar el revólver y las botas amenazando con seguir galopando y dando guerra por mucho tiempo. Que así sea.

Después de los cánticos, brindis y risas se separaron poniendo cada uno rumbo a su escondrijo, guarida o madriguera para permanecer ocultos al menos por unos días hasta que bajaran los brazos aquellos que con tanto ahínco los buscaban. No tardaron en aparecer por doquier carteles ofreciendo recompensa por ellos, pues las autoridades no podían permitir que llevaran meses campando a sus anchas, y más aún con el respaldo, complicidad y simpatía del pueblo.

Pero el pueblo era tan sabio y comprensivo como el árbol de sándalo que perfuma el hacha que lo hiere.

Que el espíritu de Manitú os proteja.

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