viernes, 12 de marzo de 2021

12·12·2020

09. Cueva de la Hiedra, Grisén, Zuera, Presa de Pina

Trilogía: “EL CONJURO DEL HECHICERO”

PARTE  II

Quien sabe...

“Quien sabe si con las raíces y ramas trepadoras
su complicidad y armonía con la piedra del muro
alimentada con la savia y sabiduría del difunto
y regada con las bravas aguas, fluyen las curas.”

D´Onanffer Sanfort (1965)

Aún desprendían calor y permanecían humeantes las brasas de la hoguera donde fue ejecutado el hereje cuando el gentío, satisfecho con la proeza y con el espectáculo, empezó a diluirse entre las calles de la villa, momento que aprovechó el hidalgo para acceder al interior de la choza del ajusticiado a buscar no sabía muy bien el qué. De entre vasijas con hierbas y semillas, frascos con pócimas, brebajes y ungüentos, papiros, manuscritos y pliegos recaló entre sus manos un pergamino con lo que parecía ser un jeroglífico de letras y símbolos desconocidos para él por lo que acudió al Monasterio más próximo en busca de respuestas.


 Allí, además de ser lugar de oración, los monjes copiaban y traducían obras clásicas y así mismo transmitían la cultura y el conocimiento. Tras un laborioso estudio llegaron a la conclusión de que podría tratarse de un códice con el conjuro más anhelado por todos: la solución definitiva a la pandemia que asolaba al mundo conocido.
Raudo y diligente lo puso en conocimiento de la hueste, los cuales no dudaron ni un segundo en lanzarse, emulando a otros míticos héroes, a la aventura de resolver este misterio tal como les obligaba el juramento de proteger a los indefensos realizado ante el Código de Caballería.


Capítulo I: “Quien sabe si con las raíces y ramas trepadoras...”

Organizaron la primera expedición en busca de una hiedra mística e iniciaron la partida hacia los montes de Botorrita. Con el gélido frío traspasando sus vestimentas cabalgaron en dos grupos diferenciados con veteranos y noveles en ambos e incluso con alguna celebrada reincorporación tras una larga ausencia.

Resulta imperdonable que a estas alturas no hayan tenido unas líneas en los relatos dos ilustres miembros: Lord Mannol Mamolar quien cuenta la leyenda que su fortaleza es tal que en cierta ocasión cayó con sus posaderas sobre una roca y fue ésta la que lloró de dolor y de la que vieron brotar lágrimas de amargura. Lo cierto es que su esplendidez no tiene igual pues después de estar hasta el amanecer en lonjas y mercados preparando el género para el gremio de los comerciantes, y cuando lo más cuerdo y sensato sería tornar al hogar a descansar, él no dudaba en enfundarse su túnica, armadura y yelmo para reencontrarse con sus compañeros de andanzas. Para superar los escasos momentos de debilidad o flaqueza que pudiera padecer no tenía más que ingerir una dosis de su pócima gelatinosa, entrar en trance y de esta guisa asemejarse a un berserker, el guerrero vikingo más temido.

Y qué decir de Sir Arthur King, respetado y deseado en todos los grupos por su destreza, fuerza, arrojo, intrepidez y especialmente por su solidaridad y compañerismo. Una parte de su singular historia queda todavía por esclarecer pues para unos en una vida anterior fue un herrero de gran valía y cotización y para otros un maestro constructor de navíos y fragatas en algún puerto mediterráneo. Sea como fuere es la única explicación que tiene el hecho de que siempre galopa con todo tipo de artilugios y herramientas en las alforjas de su arcaica y longeva montura por inverosímiles que éstas puedan parecer, como quedó bien patente en la ruta cuando aireó para asombro, desconcierto, bromas y carcajadas de todos una llave metálica de tales dimensiones que más bien parecía una contundente y poderosa arma de mano que el utensilio de un artesano.

No le resultó nada complicado al segundo grupo seguir los pasos del primero. Les bastaba con guiarse por los escupitajos, gargajos, flemas y algunos restos más sólidos del arroz con bogavante que el aguerrido caballero Danniel P´Acharan había engullido el día anterior y que discretamente iba liberando por el camino. Aunque de carácter peleón, tanto en las batallas como en las tertulias, prevaleció su gran sentido del humor siendo el primero en bromear sobre ello demostrando una vez más de que pasta está hecho el hombretón. Tan sólo hay que conocerlo un poco para darse cuenta que es de esos nobles que siempre te ofrecen desinteresadamente su hombro cuando más lo necesitas a sabiendas que probablemente acabe embadurnado de mucosidad, babas y alguna lagrimilla.

Tras pasar por Cuarte, María, Cadrete, Botorrita y ya adentrados en zona montañosa divisaron su destino: una majestuosa pared con oscuras y tenebrosas cuevas decorada con los tonos verdosos aceitunados de las hojas de la hiedra que embellecían la estampa. La tarea no resultó nada sencilla. Las monturas quedaron al final del sendero y la ascensión la tuvieron que realizar a pie. Una auténtica escalada que valió la pena por las vistas que el paisaje les ofrecía desde allí. Sin demora se hicieron con el esqueje que precisaban como parte del conjuro y colocado a buen recaudo en el zurrón que estrenaba el Líder reiniciaron la marcha de vuelta. 

Aún les restaba superar algún obstáculo más como la pedregosa subida de gran pendiente que se interpuso en su camino con cantos, guijarros y chinarros tan sueltos que les obligó poner pie a tierra y conquistar la cumbre desmontados ya que las herraduras de sus corceles patinaban como si de una pista de hielo se tratara.


Sorprendidos quedaron más tarde al vislumbrar a un singular personaje armado con lanza que correteaba sin control ni rumbo fijo por la cima que tenían frente a ellos. Bien es cierto que educación no le faltaba pues cortésmente saludó a los jinetes al pasar por su lado siendo víctima de algún comentario jocoso y burlesco por lo insólita que resultaba la anécdota. No hubo tiempo para más, debían volver lo antes posible. La siguiente prueba ya les aguardaba.


Capítulo II: “su complicidad y armonía con la piedra del muro...”

Complicado les resultó descifrar el siguiente enigma pero la paciencia era una virtud de los monjes y fruto de ella y de sus conocimientos dieron con la solución. Recibida la misiva por paloma mensajera y con la fatiga y las secuelas de la correría anterior todavía pesándoles en las posaderas y otras partes del cuerpo ensillaron de nuevo sus corceles y se lanzaron a afrontar el desafío. Digan lo que digan, a esta frescura matinal que les atormentaba no se acostumbra nadie. Porque frío hacía, frío de Diciembre, pero nada que ver con el frío de otros diciembres. Inusual. Incluso hasta el sol parecía tener intención de acompañarles, como sí lo hizo a ráfagas el molesto cierzo.

Del sexteto que cabalgaba esta vez con el hidalgo mencionar a otro veterano: Sir Javier Red Horse, un jinete de escasas palabras y envidiable forma física, de los que no hacen ruido pero que sabes que siempre están ahí. Veterano, veterano, que como él mismo confesó estaba ya muy cerca de la edad con la cifra sexual más popular, pues en breve alcanzaría las 69 primaveras.

Transitaron por las villas de Monzalbarba, Sobradiel, Torres de Berrellén y Alagón antes de arribar a su destino: Grisén. Y una vez allí al murallón. En realidad se trataba de un puente acueducto sobre el río Jalón que consistía en dos grandes murallas paralelas, de casi kilómetro y medio de longitud, realizadas en mampostería y unidas por un terraplén. En el centro se situaba el acueducto, realizado en sillería y compuesto por cuatro arcos y a lo largo de él dos amplios andadores por los que se podía caminar y a los que se accedía a través de la torrecilla llamada El Caracol.

Llegó la hora de cumplir la misión encomendada y después de danzar con la coreografía indicada para ahuyentar los malos augurios extrajeron de la muralla una piedra de mampostería que celosamente ocultaron en la alforja. Ya de camino de vuelta decidieron detenerse en la Ermita de la Virgen de la Ola, un santuario que según la tradición fue levantado sobre las ruinas de un antiguo monasterio donde fue encontrada la imagen de la Virgen María tras ser arrastrada por las fuertes olas del río Jalón. Orgullosos y risueños por el éxito del deber cumplido y con la reliquia bien custodiada retornaron a la villa que horas antes los había visto partir.

 


Capítulo III: “alimentada con la savia y sabiduría del difunto...”

Esta vez tenían muy claro hacia donde debían dirigir sus pasos. Tan solo les restaba que llegara el momento más propicio pues era preciso que al menos unos días antes la lluvia les facilitara su labor. De nada servía iniciar la correría si el terreno se presentaba deshidratado, árido, seco y estéril. Todo llega y tras los pertinentes preparativos, con la ilusión, la confianza y el ánimo contagioso de la hueste pero también con el barro como compañero de ruta, bajo un cielo amenazante y el ambiente gélido y desapacible fueron alejándose buscando los caminos más favorables y cómodos de transitar.

En el grupo del hidalgo tuvieron la gran fortuna de contar con un magnífico explorador: O´Skar Ambulanç, el guía perfecto que por su asombrosa orientación y gran facilidad para la lectura de mapas y rutas ofrecía la confianza necesaria al resto. En el día a día y entre correría y correría realizaba una labor encomiable y más en estos nefastos tiempos de epidemia. Su dedicación era la de transportar en su carruaje a médicos, galenos y sus ayudantes hasta los más necesitados, o viceversa: a los enfermos, heridos y demás desamparados hasta los lugares habilitados para ser atendidos.

La cabalgada se desarrollaba a buen ritmo quizás por la necesidad de entrar en calor, quizás porque el terreno era apropiado para ello o quizás por ambas cosas pero la cuestión es que no tardaron en arribar a Zuera, esa villa emplazada en los márgenes del río Gállego donde se cree que pudo existir un asentamiento poblado por vascitanos previo a la época romana, sometida posteriormente al dominio musulmán y reconquistada por Alfonso I el Batallador. Al trote por las tierras lindantes pudieron comprobar como la agricultura era la base económica, especialmente los cultivos de maíz, alfalfa, trigo y algunos hortícolas. Los templos más reconocidos eran la Iglesia de San Pedro del siglo XII y la Ermita de la Virgen del Salz de cuyo origen se dice que pudo ser un castillo o asentamiento defensivo árabe. En las inmediaciones se encontraba el curioso Arco de la Mora, una obra inacabada de la época islámica.

Pero el destino de nuestros héroes no estaba en ninguna de estas obras arquitectónicas, sino más bien en un lugar lúgubre, siniestro y fúnebre: el cementerio. El propósito era el más macabro y tétrico de todos hasta ahora: hacer acopio de una cantidad considerable de tierra de la fosa donde descansaran los restos de algún noble o señor feudal.

Así lo hicieron temerosos, pero olvidando los escrúpulos y prejuicios, para sin pausa buscar la salida más rápida del lugar hacia los montes de Zuera, una zona de lomas y barrancos con pinares, estepas y sotos de ribera. Pero como si las almas de los muertos se hubieran despertado ultrajadas por la profanación de la tumba se formó tal vendaval en su contra que les resultaba casi imposible avanzar. Cada metro en contra del aire era una conquista. Daba la impresión que una fuerza sobrenatural les trataba de impedir que huyeran con la tierra santa. Pero ni los fantasmas ni el cierzo eran conscientes a quien se enfrentaban. Les costó lo suyo, dándolo todo, pero una vez más salieron victoriosos y sin más percances pronto divisaron las puertas de la villa.


Capítulo IV: “y regada con las bravas aguas...”

Ya sólo faltaba un elemento para completar el conjuro de la sanación. Les pudo más la inquietud, el anhelo y la esperanza que la fatiga, el agotamiento y la debilidad por lo que les fue imposible aguardar a recuperar fuerzas y siete de los bravos jinetes partieron hacia el último desafío. Esta vez los lideraba la capitana Lady Marian Light alias The Rock quien ya desde la salida clavó las rodillas en el lomo de su potro fustigando de tal forma que éste galopaba a un ritmo endiablado, difícil de seguir para los otros jinetes. Por suerte para ellos unos aldeanos montados en sus escuálidos jamelgos le cerraron el paso obligándola, muy a su pesar, a aminorar la marcha.

Con buen criterio por su parte tomaron inicialmente el camino del canal en dirección al Burgo de Ebro y a su paso por el cementerio sintieron una llamada desde la Ermita de San Jorge a la que tuvieron la obligación de atender. Ascendieron uno a uno, sin prisa, sin pausa, buscando la mejor trazada y animándose mutuamente hasta que lograron coronar. Allí una suave brisa les envolvía en un aura de paz, calma y armonía logrando que recuperaran el vigor al momento.

Con tranquilidad y sin ningún sobresalto llegaron al destino de esta jornada: la presa de Pina, un inmenso azud que retiene las aguas del Ebro para alimentar dos acequias de regadío. Impresionaba la furia y virulencia con la que discurría el agua y la rabia con la que golpeaba los bloques de hormigón ocultos esta vez por el gran caudal que se intentaba abrir paso a la fuerza. Aunque las vistas eran tremendamente espectaculares y hermosas no podían perder tiempo por lo que llenaron de esas bravas aguas las ánforas que habían traído para ello y partieron de regreso conscientes que habían cerrado el círculo de las reliquias del conjuro.

De esta forma ya podían unir todos los elementos: la hiedra de la cueva que crecería cubriendo la piedra de la muralla tras ser abonada con tierra del cementerio y regada con agua embravecida.

El resto aún era un misterio con múltiples y diversas incógnitas que tanto los monjes del Monasterio como otros clérigos de abadías y conventos aledaños y colindantes trataban de esclarecer sin demora por el bien de todos. En sus manos estaba la salvación.



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