12·12·2020
09. Cueva de la Hiedra,
Grisén, Zuera, Presa de Pina
PARTE II
Quien sabe...
“Quien sabe si con las raíces y ramas trepadoras
su complicidad y armonía con la piedra del muro
alimentada con la savia y sabiduría del difunto
y regada con las bravas aguas, fluyen las curas.”
D´Onanffer Sanfort (1965)
Aún desprendían calor y permanecían humeantes las brasas de la hoguera donde
fue ejecutado el hereje cuando el gentío, satisfecho con la proeza y con el
espectáculo, empezó a diluirse entre las calles de la villa, momento que
aprovechó el hidalgo para acceder al interior de la choza del ajusticiado a
buscar no sabía muy bien el qué. De entre vasijas con hierbas y semillas,
frascos con pócimas, brebajes y ungüentos, papiros, manuscritos y pliegos
recaló entre sus manos un pergamino con lo que parecía ser un jeroglífico de
letras y símbolos desconocidos para él por lo que acudió al Monasterio más
próximo en busca de respuestas.
Allí, además de ser lugar de oración, los
monjes copiaban y traducían obras clásicas y así mismo transmitían la cultura y
el conocimiento. Tras un laborioso estudio llegaron a la conclusión de que
podría tratarse de un códice con el conjuro más anhelado por todos: la solución
definitiva a la pandemia que asolaba al mundo conocido.
Raudo y diligente lo puso en conocimiento de la hueste, los cuales no dudaron
ni un segundo en lanzarse, emulando a otros míticos héroes, a la aventura de
resolver este misterio tal como les obligaba el juramento de proteger a los
indefensos realizado ante el Código de Caballería.
Capítulo I: “Quien sabe si con las raíces y ramas trepadoras...”
Organizaron la primera expedición en busca de una hiedra mística e iniciaron la
partida hacia los montes de Botorrita. Con el gélido frío traspasando sus
vestimentas cabalgaron en dos grupos diferenciados con veteranos y noveles en
ambos e incluso con alguna celebrada reincorporación tras una larga ausencia.
Resulta imperdonable que a estas alturas no hayan tenido unas líneas en los
relatos dos ilustres miembros: Lord Mannol Mamolar quien cuenta la leyenda que
su fortaleza es tal que en cierta ocasión cayó con sus posaderas sobre una roca
y fue ésta la que lloró de dolor y de la que vieron brotar lágrimas de
amargura. Lo cierto es que su esplendidez no tiene igual pues después de estar
hasta el amanecer en lonjas y mercados preparando el género para el gremio de
los comerciantes, y cuando lo más cuerdo y sensato sería tornar al hogar a
descansar, él no dudaba en enfundarse su túnica, armadura y yelmo para
reencontrarse con sus compañeros de andanzas. Para superar los escasos momentos
de debilidad o flaqueza que pudiera padecer no tenía más que ingerir una dosis
de su pócima gelatinosa, entrar en trance y de esta guisa asemejarse a un
berserker, el guerrero vikingo más temido.
Y qué decir de Sir Arthur King, respetado y deseado en todos los grupos por su
destreza, fuerza, arrojo, intrepidez y especialmente por su solidaridad y
compañerismo. Una parte de su singular historia queda todavía por esclarecer
pues para unos en una vida anterior fue un herrero de gran valía y cotización y
para otros un maestro constructor de navíos y fragatas en algún puerto
mediterráneo. Sea como fuere es la única explicación que tiene el hecho de que
siempre galopa con todo tipo de artilugios y herramientas en las alforjas de su
arcaica y longeva montura por inverosímiles que éstas puedan parecer, como
quedó bien patente en la ruta cuando aireó para asombro, desconcierto, bromas y
carcajadas de todos una llave metálica de tales dimensiones que más bien
parecía una contundente y poderosa arma de mano que el utensilio de un
artesano.
No le resultó nada complicado al segundo grupo seguir los pasos del primero.
Les bastaba con guiarse por los escupitajos, gargajos, flemas y algunos restos
más sólidos del arroz con bogavante que el aguerrido caballero Danniel
P´Acharan había engullido el día anterior y que discretamente iba liberando por
el camino. Aunque de carácter peleón, tanto en las batallas como en las
tertulias, prevaleció su gran sentido del humor siendo el primero en bromear
sobre ello demostrando una vez más de que pasta está hecho el hombretón. Tan
sólo hay que conocerlo un poco para darse cuenta que es de esos nobles que
siempre te ofrecen desinteresadamente su hombro cuando más lo necesitas a
sabiendas que probablemente acabe embadurnado de mucosidad, babas y alguna
lagrimilla.
Tras pasar por Cuarte, María, Cadrete, Botorrita y ya adentrados en zona
montañosa divisaron su destino: una majestuosa pared con oscuras y tenebrosas
cuevas decorada con los tonos verdosos aceitunados de las hojas de la hiedra
que embellecían la estampa. La tarea no resultó nada sencilla. Las monturas
quedaron al final del sendero y la ascensión la tuvieron que realizar a pie.
Una auténtica escalada que valió la pena por las vistas que el paisaje les
ofrecía desde allí. Sin demora se hicieron con el esqueje que precisaban como
parte del conjuro y colocado a buen recaudo en el zurrón que estrenaba el Líder
reiniciaron la marcha de vuelta.
Aún les restaba superar algún obstáculo más como la pedregosa subida de gran pendiente que se interpuso en su camino con cantos, guijarros y chinarros tan sueltos que les obligó poner pie a tierra y conquistar la cumbre desmontados ya que las herraduras de sus corceles patinaban como si de una pista de hielo se tratara.
Sorprendidos quedaron más
tarde al vislumbrar a un singular personaje armado con lanza que correteaba sin
control ni rumbo fijo por la cima que tenían frente a ellos. Bien es cierto que
educación no le faltaba pues cortésmente saludó a los jinetes al pasar por su
lado siendo víctima de algún comentario jocoso y burlesco por lo insólita que
resultaba la anécdota. No hubo tiempo para más, debían volver lo antes posible.
La siguiente prueba ya les aguardaba.
Capítulo II: “su complicidad y armonía con la piedra del muro...”
Complicado les resultó descifrar el siguiente enigma pero la paciencia era una
virtud de los monjes y fruto de ella y de sus conocimientos dieron con la
solución. Recibida la misiva por paloma mensajera y con la fatiga y las
secuelas de la correría anterior todavía pesándoles en las posaderas y otras
partes del cuerpo ensillaron de nuevo sus corceles y se lanzaron a afrontar el
desafío. Digan lo que digan, a esta frescura matinal que les atormentaba no se
acostumbra nadie. Porque frío hacía, frío de Diciembre, pero nada que ver con
el frío de otros diciembres. Inusual. Incluso hasta el sol parecía tener
intención de acompañarles, como sí lo hizo a ráfagas el molesto cierzo.
Del sexteto que cabalgaba esta vez con el hidalgo mencionar a otro veterano:
Sir Javier Red Horse, un jinete de escasas palabras y envidiable forma física,
de los que no hacen ruido pero que sabes que siempre están ahí. Veterano,
veterano, que como él mismo confesó estaba ya muy cerca de la edad con la cifra
sexual más popular, pues en breve alcanzaría las 69 primaveras.
Transitaron por las villas de Monzalbarba, Sobradiel, Torres de Berrellén y
Alagón antes de arribar a su destino: Grisén. Y una vez allí al murallón. En
realidad se trataba de un puente acueducto sobre el río Jalón que consistía en
dos grandes murallas paralelas, de casi kilómetro y medio de longitud,
realizadas en mampostería y unidas por un terraplén. En el centro se situaba el
acueducto, realizado en sillería y compuesto por cuatro arcos y a lo largo de
él dos amplios andadores por los que se podía caminar y a los que se accedía a
través de la torrecilla llamada El Caracol.
Llegó la hora de cumplir la misión encomendada y después de danzar con la
coreografía indicada para ahuyentar los malos augurios extrajeron de la muralla
una piedra de mampostería que celosamente ocultaron en la alforja. Ya de camino
de vuelta decidieron detenerse en la Ermita de la Virgen de la Ola, un
santuario que según la tradición fue levantado sobre las ruinas de un antiguo
monasterio donde fue encontrada la imagen de la Virgen María tras ser
arrastrada por las fuertes olas del río Jalón. Orgullosos y risueños por el éxito
del deber cumplido y con la reliquia bien custodiada retornaron a la villa que
horas antes los había visto partir.
Capítulo III: “alimentada con la savia y sabiduría del difunto...”
Esta vez tenían muy claro hacia donde debían dirigir sus pasos. Tan solo les
restaba que llegara el momento más propicio pues era preciso que al menos unos
días antes la lluvia les facilitara su labor. De nada servía iniciar la
correría si el terreno se presentaba deshidratado, árido, seco y estéril. Todo
llega y tras los pertinentes preparativos, con la ilusión, la confianza y el
ánimo contagioso de la hueste pero también con el barro como compañero de ruta,
bajo un cielo amenazante y el ambiente gélido y desapacible fueron alejándose
buscando los caminos más favorables y cómodos de transitar.
En el grupo del hidalgo tuvieron la gran fortuna de contar con un magnífico
explorador: O´Skar Ambulanç, el guía perfecto que por su asombrosa orientación
y gran facilidad para la lectura de mapas y rutas ofrecía la confianza necesaria
al resto. En el día a día y entre correría y correría realizaba una labor
encomiable y más en estos nefastos tiempos de epidemia. Su dedicación era la de
transportar en su carruaje a médicos, galenos y sus ayudantes hasta los más
necesitados, o viceversa: a los enfermos, heridos y demás desamparados hasta
los lugares habilitados para ser atendidos.
La cabalgada se desarrollaba a buen ritmo quizás por la necesidad de entrar en
calor, quizás porque el terreno era apropiado para ello o quizás por ambas cosas
pero la cuestión es que no tardaron en arribar a Zuera, esa villa emplazada en
los márgenes del río Gállego donde se cree que pudo existir un asentamiento
poblado por vascitanos previo a la época romana, sometida posteriormente al
dominio musulmán y reconquistada por Alfonso I el Batallador. Al trote por las
tierras lindantes pudieron comprobar como la agricultura era la base económica,
especialmente los cultivos de maíz, alfalfa, trigo y algunos hortícolas. Los
templos más reconocidos eran la Iglesia de San Pedro del siglo XII y la Ermita
de la Virgen del Salz de cuyo origen se dice que pudo ser un castillo o
asentamiento defensivo árabe. En las inmediaciones se encontraba el curioso
Arco de la Mora, una obra inacabada de la época islámica.
Pero el destino de nuestros héroes no estaba en ninguna de estas obras
arquitectónicas, sino más bien en un lugar lúgubre, siniestro y fúnebre: el
cementerio. El propósito era el más macabro y tétrico de todos hasta ahora:
hacer acopio de una cantidad considerable de tierra de la fosa donde
descansaran los restos de algún noble o señor feudal.
Así lo hicieron temerosos, pero olvidando los escrúpulos y prejuicios, para sin
pausa buscar la salida más rápida del lugar hacia los montes de Zuera, una zona
de lomas y barrancos con pinares, estepas y sotos de ribera. Pero como si las
almas de los muertos se hubieran despertado ultrajadas por la profanación de la
tumba se formó tal vendaval en su contra que les resultaba casi imposible
avanzar. Cada metro en contra del aire era una conquista. Daba la impresión que
una fuerza sobrenatural les trataba de impedir que huyeran con la tierra santa.
Pero ni los fantasmas ni el cierzo eran conscientes a quien se enfrentaban. Les
costó lo suyo, dándolo todo, pero una vez más salieron victoriosos y sin más
percances pronto divisaron las puertas de la villa.
Capítulo IV: “y regada con las bravas aguas...”
Ya sólo faltaba un elemento para completar el conjuro de la sanación. Les pudo
más la inquietud, el anhelo y la esperanza que la fatiga, el agotamiento y la
debilidad por lo que les fue imposible aguardar a recuperar fuerzas y siete de
los bravos jinetes partieron hacia el último desafío. Esta vez los lideraba la
capitana Lady Marian Light alias The Rock quien ya desde la salida clavó las
rodillas en el lomo de su potro fustigando de tal forma que éste galopaba a un
ritmo endiablado, difícil de seguir para los otros jinetes. Por suerte para
ellos unos aldeanos montados en sus escuálidos jamelgos le cerraron el paso
obligándola, muy a su pesar, a aminorar la marcha.
Con buen criterio por su parte tomaron inicialmente el camino del canal en
dirección al Burgo de Ebro y a su paso por el cementerio sintieron una llamada
desde la Ermita de San Jorge a la que tuvieron la obligación de atender. Ascendieron
uno a uno, sin prisa, sin pausa, buscando la mejor trazada y animándose
mutuamente hasta que lograron coronar. Allí una suave brisa les envolvía en un
aura de paz, calma y armonía logrando que recuperaran el vigor al momento.
Con tranquilidad y sin ningún sobresalto llegaron al destino de esta jornada:
la presa de Pina, un inmenso azud que retiene las aguas del Ebro para alimentar
dos acequias de regadío. Impresionaba la furia y virulencia con la que
discurría el agua y la rabia con la que golpeaba los bloques de hormigón
ocultos esta vez por el gran caudal que se intentaba abrir paso a la fuerza.
Aunque las vistas eran tremendamente espectaculares y hermosas no podían perder
tiempo por lo que llenaron de esas bravas aguas las ánforas que habían traído
para ello y partieron de regreso conscientes que habían cerrado el círculo de
las reliquias del conjuro.
De esta forma ya podían unir todos los elementos: la hiedra de la cueva que crecería cubriendo la piedra de la muralla tras ser abonada con tierra del cementerio y
regada con agua embravecida.
El resto aún era un misterio con múltiples y diversas incógnitas que tanto los
monjes del Monasterio como otros clérigos de abadías y conventos aledaños y
colindantes trataban de esclarecer sin demora por el bien de todos. En sus
manos estaba la salvación.
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